Los que tenemos la suerte de dar o haber dado clase a
alumnos de secundaria y/o universitarios, llevamos algunos años observando un
fenómeno que empezó siendo una muestra de modernidad y ha devenido en algo
alarmante. El abuso/dependencia de los teléfonos móviles por parte de los
jovenes (y no tan jóvenes) tiene efectos a los que me he referido en numerosas
ocasiones y como corro el riesgo de ponerme pesado, no pienso seguir insistiendo,
entre otras cosas porque soy consciente de lo inútil de mi batalla contra los
molinos 4G.
Pero estoy observando un nuevo fenómeno que no puedo dejar
de comentar. La proliferación de la mal llamada “mensajería instantánea”, que
no lo es, ya que hay un lapso de tiempo entre escribir y el hecho de leer (o
escuchar en el caso de los mensajes de voz) por parte del destinatario, está
produciendo un cambio curioso en la forma de comunicarse entre los individuos
abducidos por el watsapp y demás inventos similares: la comunicación ya no es
directa, no se produce el mecanismo hablo-me escuchas- me contestas, es decir,
eso tan maravilloso, exclusivo de los seres humanos y que les caracteriza, que
es la conversación. No, ahora escribimos, repasamos lo escrito y lo enviamos,
el receptor es avisado por un sonido característico, abre el mensaje y lo lee
(siempre que no lo hayamos enviado a otro…). Es la comunicación en diferido.
Parece que se le tenga miedo a que, si decimos lo que pensamos “en directo”,
podamos cometer un error irreparable y nos damos (se dan) un tiempo para
corregir posibles erratas mentales. De hecho, cada vez más se sustituye la
llamada telefónica por el mensaje escrito.
La conversación, ese placer que desde la Grecia clásica ha
presidido el contacto entre humanos inteligentes, se está perdiendo, poco a
poco. Ya oigo las voces ¡catastrofista!, ¡Don pésimo!...
Igual que no hemos sido capaces de resistir al envite del
móvil y sus cientos de ventajas (por cierto, ya se puede pagar con el móvil, ¡que
bien! ¡Que buenos son los Bancos!) que se ha convertido en un miembro de
nuestro cuerpo: inseparable, ya todo el mundo lo lleva en la mano o lo saca del
bolsillo cada 30 segundos, para comprobar que está conectado. Los tratados de
anatomía deben contemplar incluirlo como un miembro o como un segundo cerebro
que aparece, a modo de prótesis, al final de nuestro brazo.
Pero, volviendo a la conversación. Los profesionales y los
teóricos de la televisión (el que suscribe pertenece a ambos colectivos)
sabemos muy bien que el medio alcanza su
más alto valor cuando retransmite un evento en directo, en vivo (¡live! que
dicen los anglosajones) y lo más para un periodista es entrar en directo a
relatar algo que está sucediendo en ese momento. Como diría un popular
periodista de televisión que no come ni duerme por salir en la pantalla: “¡más
periodismo”!. Internet esta sustituyendo en las preferencias de los
jóvenes al clásico televisor (la cuarta pantalla gana terreno a ojos vista) y
aunque el streaming esté de moda, el paralelismo entre el abandono del directo
televisivo y el del “directo” de la conversación, no me parece que sean
fenómenos independientes. Estamos perdiendo la comunicación interpersonal para
sustituirla por una comunicación diferida y autocensurada. La comunicación puede matar a la comunicación por saturación. Y como
siempre que hay un cadáver, hay que preguntarse ¿A quién beneficia su muerte?.